A las flores ya casi nadie las visita. Una ecosofía de la polinización [1]
Por:
a X le hicieron una lobotomía poco tradicional
no intervinieron doctores bata blanca
nunca una sola cuchilla penetró su sano cerebro
a X le rompieron el paisaje amable que lo rodeaba
por eso está tan idiota
siglo XXI
– Íñigo Malvido
Los especialistas calculan que en los últimos 50 a 60 años se han extinguido la misma cantidad de especies que se extinguieron durante el final del Pleistoceno, es decir, durante la Glaciación Wisconsin, fenómeno climático que tuvo una duración de 90,000 años, aproximadamente. [2]. Estamos siendo contemporáneos y –sin que esto nos sumerja en posturas derrotistas o culposas– corresponsables de del inicio de una posible, según los expertos, sexta extinción masiva de la historia de nuestro planeta, que por lo demás, está dándose a una velocidad mucho más acelerada que en las extinciones anteriores. Más allá de la pervivencia a futuro de nuestra especie sobre la faz del planeta, lo que está en juego es la biodiversidad de éste, su carácter múltiple y la sobreabundancia de sus formas de vida.
Dentro de esta desaparición en masa se estima que más de un tercio de los insectos del mundo están en peligro de extinción, y entre ellos, el orden hymenoptera, al que pertenecen las abejas, son de los más amenazados, pues casi la mitad de las 20,000 especies de abejas que hay en el mundo están en vías de extinguirse [3], situación que se vuelve abrumadora si pensamos que éstos insectos, además de estar a la base de la cadena trófica y ser alimento de animales más grandes, son los agentes de la polinización cruzada, uno de los procesos ecológicos cruciales para la multiplicación de las plantas y para el mantenimiento dinámico de la biodiversidad de cualquier ecosistema. Se estima que un 70% de los cultivos que nos alimentan y visten dependen de las abejas, lo que revela el lazo de dependencia que nos une a ellas y nos muestra los peligros a los que nos exponemos como humanos junto con nuestros ecosistemas si seguimos con esta tendencia. A este fenómeno se le conoce como “crisis de polinizadores”.
Ante la crisis, Green Peace realizó un informe donde se estima que el valor económico del “servicio ambiental” que los polinizadores aportan al continente europeo al año se aproxima a los 265,000 millones de Euros [4] . Este se convirtió en uno de los argumentos más esgrimidos por cualquier defensor de abejas. Parece que no nos hemos percatado de que la existencia misma de este dato que capitaliza el fenómeno ecológico, así como su utilización a diestra y siniestra en campañas ecológicas constituye el signo sintomático de una crisis más profunda. Lo siguiente son unos trazos para intentar pensar desde otra posición la crisis de polinizadores.
Situándonos fuera de escenarios catastrofistas inmovilizadores, pero asumiendo la responsabilidad que de esta crisis nos concierne como especie, cabría preguntarse cuál es la relación de nuestros modos de habitar la tierra con la biodiversidad y con lo múltiple de la vida para que éstos, nuestros modos de actuar no obstruyan su mantenimiento y propagación. En este sentido es que Félix Guattari asegura que la crisis ambiental “remite a una crisis más profunda de lo social, lo político y lo existencial” [5]. Fue entonces que propuso una forma de conciencia ecológica ampliada que refería a las relaciones que atraviesan lo que denominó “las tres ecologías” (ambiental, social y mental-existencial). Es a esta ecología ampliada lo que nombró “ecosofía”.
Para la ecosofía, lo que está en crisis dentro de la crisis ambiental es la diversidad de formas de vida, no sólo orgánicas, sino también incorporales. ¿No se extinguen junto con nuestros ecosistemas y sus especies animales y vegetales, las mitologías, los saberes y las lenguas originarias que coevolucionaron con ellos? Desaparecen pues, aquéllos que saben nombrarlos, así como las formas de desear, de sembrar alimentos y prepararlos, de honrar la vida, de dar nacimiento y enfrentar la muerte, de hacer música y de cohabitar en comunidad que encarnaron los acuerdos de vida entre los ecosistemas y sus habitantes humanos. Vayamos más lejos y agreguemos que, para la ecosofía, lo que está en crisis no es sólo el mantenimiento de esta diversidad múltiple de formas de vida, sino la manera en la que esta diversidad se produce. Algo ocurre en las sociedades y en las mentalidades dominantes contemporáneas para que sus formas de habitar el mundo se enfrenten a su propia impotencia para convivir con la biodiversidad.
Las formas en las que se produce diversidad… Imaginemos una polinización hipotética: Creando zonas de cruce y disolución con ellas, las abejas –como tantos otros insectos, aves o mamíferos– visitan una inmensa variedad de flores en busca de néctar y polen para alimentarse, varias de las cuáles logran ser fecundadas con el polen recibido. Entre la abeja y la flor se crea una zona de cruce y disolución entre lo vegetal y lo animal, una región de encuentro e intercambio recíproca, mas no equivalente: ambas ofrecen algo y reciben otra cosa, una se lleva alimento, la otra consigue que su polen viaje rumbo a otra flor, o bien, consigue ser fecundada y producir algún fruto con semillas. La deriva de este primer contacto es fruto de muchos otros e igualmente producirá varios encuentros más: Probablemente, alguno de estos frutos sea comido por un ave que, ya en la lejanía del vuelo, defeque las semillas. Tal vez alguna germine, crezca y florezca para atraer a otro polinizador y poder reproducirse… y así hasta incluso conquistar otros territorios y llenarlos de flores. Pensar la polinización, seguirla, es pensar los cruces y proliferaciones que hacen florecer los territorios; pero al mismo tiempo, es descubrir un singular juego de reciprocidad: las abejas dependen de la diversidad del territorio de un modo recíproco al que el territorio depende de ellas para diversificarse.
Ahora podríamos pensar, desde el gesto de polinizar/ser polinizada para darle un sentido ecosófico: polinizar será entonces, además de lo ya descrito, el acto transversal de pasar entre los reinos, los sexos, las especies, los individuos y las formas para fecundar posibilidades; la capacidad de crear zonas de contagio recíproco, de encuentro con potencial simbiótico y de viva conexión. Vincular lo diverso, atravesarlo, en fin, producir más diversidad.
Ahora, desde esta perspectiva ¿por qué hay crisis de polinizadores? Ocurre que en la agricultura industrial y extractivista, así como en los modos capitalistas de relacionarse con la naturaleza o la sociedad, se presentan distintos procesos donde a las múltiples formas de vida se le imponen segmentos binómicos y demasiado endurecidos (Naturaleza/cultura, hombre/mujer, animal/humano, campo/ciudad, individuo/sociendad, sujeto/objeto, etc.), y más aún, estas relaciones segmentarias se constituyen a partir de jerarquías donde un segmento domina sobre el otro (el hombre por encima de la naturaleza y de la mujer, la ciudad determinando lo que ocurre en el campo y la naturaleza, lo humano sobre lo animal). Esto es a lo que Félix Guattari y Gilles Deleuze denominan como sobrecodificación.
La agroindustria es una de las principales causas de la crisis de polinizadores. La Revolución Verde propagó por el mundo una forma de agricultura basada en la homogeneidad y las jerarquías (lo humano sobre lo natural, lo industrial sobre lo tradicional, y por encima de todo las leyes del mercado). Bajo el paradigma agroindustrial el relieve singular de un territorio y su diversidad quedan reducidos a monocultivos, se promueven o imponen semillas híbridas o transgénicas sin posibilidad de reproducirse en la siguiente cosecha para atar a los productores a comprar semillas cada siembra, se extiende el uso desmedido de fertilizantes sintéticos que degeneran el suelo después de algunos años, se bombardean las parcelas de insecticidas y herbicidas que matan o enferman a los polinizadores y destruyen tanto sus hábitats como sus fuentes de alimento, se menosprecian – incluso hasta su desaparición- los ritos que unían a las comunidades campesinas tradicionales para festejar las cosechas, pedir lluvias y bendecir las semillas, además de transformar la soberanía alimentaria y la agricultura para el consumo familiar bajo una fuerte dependencia al mercado.
Por debajo de la erosión de los suelos, la contaminación de los cuerpos de agua, las deforestaciones, el uso de insecticidas, y demás catástrofes ecológicas se encuentra otra forma de contaminación subjetiva que inocula nuestra sensibilidad, nuestros tratos con la alteridad, nuestras formas de desear y de habitar. Se trata de una contaminación que penetra las formas en las que se construyen nuestras subjetividades, que nos vuelve impotentes para los cruces simbióticos y la propagación de la diversidad de formas de vida. Descubrimos que lo que peligra no es tal o cual especie de polinizador cuyos “servicios ambientales” nos son benéficos, sino un procedimiento de la naturaleza para relacionarse consigo misma, para vincularse y fecundarse, para multiplicar sus formas y mutarlas desde los encuentros. Desde esta ecología ampliada, más que una crisis de polinizadores, tenemos una crisis de polinización. La reciprocidad no equivalente y múltiple que le da resiliencia y diversidad a los ecosistemas está siendo desplazada por los modos de dominación y extracción que explota a lxs humanxs y a los territorios en nombre de las leyes del mercado.
Pareciera que el mundo está terminando de perder sus relieves para convertirse en una pantalla por la que desfilan imágenes. El capitalismo mundial, integrado a nuestros modos de existencia, con sus inseparables procesos de metropolización son expertos en ofrecernos imágenes a cambio del mundo que nos roba. Difícilmente los habitantes de las metrópolis tienen nociones de dónde vienen y cómo se cultivaron sus alimentos, de dónde proviene el agua que utilizan y la energía que emplean. Al lado del deterioro y exterminio material de los ecosistemas encontramos procesos mediante los cuáles la relación de lxs humanxs con sus ambientes es cada vez más inmaterial, cada vez más mediada por o convertida en imágenes. Segmentados, tenemos de un lado el ambiente como una serie de recursos que aprovechar, o una mera máquina que presta sus servicios, por otro lado están aquellos que los explotan, y en otro lugar más alejado aún, quienes consumen lo explotado. La erosión territorial y subjetiva actúa mediante procesos paralelos, de un lado, consumidores metropolizados que compran la comida empaquetada sin nociones de dónde provenga, y en paralelo, un modo de producir estos alimentos para este mercado que desvincula las relaciones vivas de las parcelas y sus trabajadorxs. Los cuerpos se aislan cada vez más de sus entornos en la medida en que están cada vez más mediados por imágenes y por relaciones mercantiles. A medida que las abstracciones de mercado y las imágenes de consumo proliferan, los territorios y los ecosistemas se vuelven inhabitables. En la agricultura, las erosiones más peligrosas comenzaron cuando la agroindustria transformó la producción de alimento en producción de mercancías. Para nosotros, lo que la crisis de polinización muestra es la expansión global de procesos de pérdida de conexiones vivas. En medio de estas turbulencias, ¿cómo podríamos trabajar para hacer del mundo un lugar habitable? Desarticulando las representaciones, las imágenes y las relaciones codificadas por el capitalismo y los grandes moldes que dominan nuestra sociedad para volvernos capaces de crear conexiones vivas. Volver habitable el mundo implicaría crear contactos otros entre los cuerpos y los territorios, redescubrir el ambiente como el envolvente vinculante de cuerpos y no ya el baúl de los recursos que están a nuestra disposición. Para ello, más allá de alcanzar una buena conciencia ecológica y de establecer relaciones de consumo congruentes con ella, será necesario abrir nuevos espacios de encuentro sensible con los territorios. Más fundamental que adquirir una buena conciencia ambiental será generar nuevas experiencias y nuevas relaciones de deseo entre humanxs, no-humanxs y los territorios que comparten.
Cultivar este nuevo ambiente no podrá desligarse del cultivo de una nueva sensibilidad. Para ello hay que partir del propio cuerpo, lo cual no implica de ninguna manera solipsismos individualistas. Partir del cuerpo, cultivar una sensibilidad, quiere decir cultivar la capacidad de ser afectadx por el mundo: cultivar una ductilidad de los afectos, un metabolismo de las experiencias, una disposición para los encuentros fecundos.
Aprendiendo de las flores, podríamos ingeniar formas singulares de devenir vegetal, como las plantas que pacientemente alimentan cada día sus reservorios energéticos para, llegado el momento, florecer, secretar néctar y perfumes, adquirir colores y ofrecer una forma atractiva y una concavidad acogedora para llamar la atención de un polinizador e invitarle a visitarla. Podríamos plantear el problema así: ¿Cómo ser polinizadx, es decir, fecundadx, de otras posibilidades de vida fuera de los moldes sociales demasiado solidificados, demasiado binarios, demasiado acordes a los modos capitalistas de apropiarse del mundo? ¿Cómo liberar la vida allá donde está demasiado apresada, allí donde pretende ser controlada y sometida?
Para nosotrxs, el cultivo de esta nueva sensibilidad no equivale a cultivar la interioridad mediante la cual un sujeto pueda aproximarse a los objetos o a otros sujetos. Todo lo contrario: la sensibilidad que buscamos no se logra sino mediante la creación de zonas de indiscernibilidad, como las que se producen entre las flores y sus polinizadores. Así, cultivar una sensibilidad es cultivar a la vez un entre, un entorno y un entramado vivo de relaciones: Repoblar los suelos, llenarlos de microrganismos benéficos, diversificar los cultivos y sus interacciones; dispersar, seleccionar, compartir semillas para mejorarlas y multiplicarlas, construir pozas de agua limpia para las nutrias, peces, aves, libélulas y muchos otros seres; trabajar por lo común, organizar tequios, cultivar huertos con nuestras familias, guardar silencio para escuchar a los pájaros y las maneras en las que distintas lenguas los nombran, subir un cerro para acoplarse a las maneras en las que la sierra se pliega y se despliega; conocer, gracias a las abejas, los ritmos de floración de diversos árboles y plantas.
Hay en nosotrxs, constituyéndonos y atravesándonos, partículas minerales, vegetales, animales, múltiples microrganismos y un sin fin de afectos que vienen de lxs otrxs. Las propagaciones de estas partículas –las que recibo y las que emito– pueden enfermar, entristecer, disminuir, o bien, amplificar, contagiar afectos alegres (esos que aumentan y enriquecen nuestra capacidad de actuar, de sentir, de habitar). Por entre los géneros, las especies, los reinos, los sexos y los individuos, pululando como granos de polen al viento, la Vida pasa y no se deja apresar. Aún en las formas más sólidas y los binarismos más endurecidos, aún entre los monocultivos más asfixiantes, la vida no cesa de fugarse en búsqueda de nuevas posibilidades. Volverse un conducto o un obstáculo, eso es lo que está en juego. En tiempos donde las grandes trasnacionales, los grupos de poder y la inercia de nuestros modos de estar en el mundo pretenden controlar la vida encausando sus flujos para alimentar las formas dominantes y cancelar las posibilidades fuera de ellas, tenemos que redescubrir el poder de la vida para desbordarse y exigir nuevas formas.
En Kolijke se habla del “cuidado de la vida en todas sus formas”. Podríamos reformular la consigna y hablar del cuidado de la Vida que pasa por entre las formas, que las vincula y las desborda; del cuidado de líneas de vida y no de puntos, ni abejas, ni flores: lo que pasa entre ellas, lo que las excede. Abrir canales, puentes, umbrales para que la Vida pase y siga creándose a sí misma, oponerle al afán homogeneizador de nuestros tiempos, un generoso cultivo colectivo –y multiespecífico– de lo diverso.
En el confinamiento sin afuera de nuestro mundo-pantalla pareciera que las fuerzas biodiversas de la Tierra son ineludiblemente capturadas, controladas y domesticadas. Pero a pesar de la incesante propagación del Capitalismo Mundial Integrado podemos estar segurxs de que dichas fuerzas –lo mismo que su misterio– se mantendrán inagotables, y que, con nuestra presencia y ayuda o sin ellas, encontrarán la manera de resistir a las redes de muerte y control que dominan la Tierra. En la inmemorial historia de nuestro planeta no será la primera vez –y seguramente tampoco la última– en la que la Vida hallará estrategias para depurar sus lastres y propagar lo que la amplifica, para mudar la piel de la Tierra y repoblarla de nuevas formas y nuevas historias de vida múltiple y simbiótica. Esto ya ocurre. Más allá de cualquier esperanza de éxito o salvación decidimos entregar toda nuestra potencia y creatividad a estas fuerzas. Deseamos una Tierra alegre y ligera. No dejamos de trabajar en el cultivo de lugares fecundos para hacerla posible. A veces la sentimos próxima o nos sentimos ya en ella. Son las diferentes gamas de ese afecto las que nos vinculan con quienes podemos llamar amigxs y cómplices. Y es ahí, en las diversas formas en las que se actualiza ese entre, donde un porvenir cargado de polen traído de esa otra Tierra se deja presentir, como la vibración de un veloz aleteo que rezumba y suena en los pétalos que logramos mantener plegados y erguidos para hacerle eco y acogerla.
Notas
[1] Este artículo se escribió gracias al apoyo a proyectos en arte y agroecología otorgado por el Programa Arte, Ciencia y Tecnologías (ACT) de la UNAM.
[2] Biólogo Arcadio Ojeda, comunicación personal.
[5] Felix Guattari, Caosmosis. Manantial, p. 145