En
mayo de 2019 se registró en el Valle de México, el nivel más alto de
contaminación atmosférica que la región había alcanzado, por lo que la
Comisión Ambiental de la Megalópolis (CAME) activó la Contingencia
Ambiental, estableciendo una serie de medidas para la protección de la
salud de las personas; ahora conocemos de sobra algunas de ellas: uso de
cubrebocas en espacios públicos y, quedarse en casa si no es necesario
salir y sobre todo si eres una persona con problemas respiratorios o
condiciones de salud vulnerables: adultos mayores, mujeres embarazadas,
menores de edad. La justificación ante tales medidas era de cierta forma
similar a la de la Contingencia Sanitaria por Covid-19: evitar que
partículas pequeñas y contaminantes se alberguen en nuestras vías
respiratorias y pulmones, evitar que nos enfermen y si llegaran a
enfermarnos, tener nuestro cuerpo en las mejores condiciones posibles,
buena alimentación, hidratación y defensas altas para el nuevo huésped
no ponga en peligro nuestra vida. Este fue un ensayo y una llamada de
atención para la contingencia sanitaria que comenzaría el año siguiente.
En esos días de mayo y de contingencia ambiental viajaríamos a
Kolijke, dormiríamos en la reserva, e implementaríamos un taller de
género en la secundaria de Ocomantla. Imaginé los días siguientes, de
respiración profunda y de la rinitis no cerrándome la garganta, ni
ahogándome cuando como algún alimento al que soy alérgica. La asociación
entre la barranca, el descanso y el respiro no es difícil aunque
vayamos a trabajar. La relación burda basada en la experiencia fue la
siguiente: El Valle de México está contaminado pero Kolijke no está ahí,
la barranca es un lugar que siempre reserva vida, humedad y oxígeno.
El día del viaje llegó. En las tres horas y media de trayecto
sentí como mi cuerpo empezó a descansar por la promesa de respiración
limpia que mi mente le hizo creer, y aunque no fue así supe que la
ansiedad climática era cierta, y yo un receptáculo suyo como muestra,
que no existe ni existió nunca una disociación mente/ cuerpo, así como
tampoco la hubo entre el interior y el exterior, cuerpo-mente/ ambiente.
Sí, la respiración limpia solo fue una promesa. No anticipé la
sequía de mayo y los incendios en fracciones de los montes cercanos, las
plantas abrumadas e intentando sobrevivir al aumento de temperatura y
la falta de agua, el exceso de luz porque los árboles decaídos no
tupian, ni daban sombra. Tampoco conté con que el agua de la cascada no
correría con la misma intensidad de siempre y en consecuencia la poza
estaría seca y con el fondo lleno grietas.
Antes de la lluvia. Fotografía de Mashelli Contreras.
A principios de junio, en la reserva habría un encuentro de
ecosofía, la ecopoética una línea a desarrollar. Me preocupé y pregunté
en silencio, ¿qué les vamos a presentar a quienes vendrán?, si la idea
era que vieran al Kolijke que siempre florece, se cuida y no se
maltrata, y que, en este preciso momento, aunque se cuida y no maltrata,
está viéndose afectado por incendios forestales cercanos, ¿qué tipo de
experiencia poética puede haber en una selva que no abunda? La que
incita a la reflexión1 y desde ahí confronta y asfixia, la que no
necesariamente es placentera, la que sentimos en todo el cuerpo, incluso
cuando no estamos en vigilia o cuando no vemos, pero imaginamos, la que
nos permite en la experiencia quebrar la ilusión del viaje que
emprendimos desde la ciudad para sentirnos salvos y con la fantasía rota
palpar en la vivencia inmediata que, si no cuidamos la vida, nuestros
pulmones pueden no volver a estar sanos. Esa reflexión poética avizora
la posibilidad cada vez más alta de que la destrucción antropogénica nos
alcance, también siembra el deseo que nos mueve a actuar para que no
suceda.
Poco después llovió, salieron nuevas hojas, la humedad, las
plantas y el verdín le regresaron a la reserva los tonos en los que la
recordaba, la luz dejó de ser intrusiva, el agua se oía, pude remojar
mis pies en la poza, mis ojos y mi piel perdieron el ardor que una
siempre siente en el cuerpo cuando no está hidratado. Fue el agua
salvando una vez más todo y poniéndolo a funcionar. Eso es la
ecopoética, la que “propone que la vida es una reflexión que ocurre en
el entretejido de la propia vida, y que dicha reflexión que todo lo
entreteje […] se realiza con el corazón”.2
[1] Al respecto recomiendo el texto de la Reflexión ecopoética de Yaxkin Melchy Ramos.
[2] Ramos, Yaxkin. «LaReflexión ecopoética», Revista común, 28 de agosto de 2020, https://revistacomun.com/blog/la-reflexion-ecopoetica/
Después de la lluvia. Fotografía de Mashelli Contreras.
Aunque personal, esta experiencia perceptual y respiratoria no ha de ser tan distinta a la vivida por otras personas que se mueven entre la ciudad y la barranca. Sin embargo, la enuncio porque pone en foco dos casos concretos —la contingencia ambiental de la Ciudad de México y los incendios forestales en la Sierra Norte de Puebla—, que nos demuestran que nuestra salud depende en su totalidad del ambiente, somos parte de él, así como lo son los insectos, los filodendros, las selvas y los perros de agua, o las partículas de ozono, los pirules y los cacomixtles. En conjunto somos ambientes, nadie ahí es fijo y eterno; los humanos nos movemos entre ellos y ellos también se mueven, a veces entre nosotros.
Antes era latente, ahora cada vez es más visible la posibilidad de vivir en una zona crítica, “hacerlo es aprender a durar un poco más, sin poner en peligro la habitabilidad de las formas de vida de sus miembros, de los que vendrán”.3 Para durar un poco más hay que ejercitar el cuidado en prácticas colectivas encaminadas a procurar la salud de los espacios habitados por humanos y no humanos.
[3] Latour, Bruno. ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta. Barcelona: Taurus, 2021.MOBI
Al principio de este texto me referí a dos contingencias que parecen compartir normas de autocuidado y rasgos similares. La que lleva ozono, partículas inertes, tóxicas y oscurece el aire y las fosas nasales se le ha llamado ambiental, la que tiene microorganismos huéspedes de humanos que también viajan por el aire se ha denominado sanitaria. La demarcación entre ambas se relaciona con las instituciones responsables de implementar medidas para mitigar la contingencia, su apego a los criterios establecidos por organismos internacionales, la categoría epidémica de una y de contaminación atmosférica de la otra. Aun así las dos refieren a la salud y al ambiente, es su mala gestión la que crea tales escenarios, en donde todavía hoy se sigue sosteniendo el mito de un ambiente que nos afecta pero no es afectado, este mito parece quitarnos la posibilidad de asumir nuestro grado justo de responsabilidad en estos casos.
Comparar en definición y experiencia las dos contingencias nos impulsa a mirar la complejidad de los ambientes, tratar de conocer quiénes lo conforman, empezar a preguntarnos por qué solo hablamos de la salud humana y en qué contextos nos preocupamos por la vida no humana o por su salud, qué grado de responsabilidad tenemos en todo esto. Para evitar la extrañeza a tales preguntas y ejercitar la práctica de observar lo complejo, opto por usar la noción de salud ambiental, la cual defino como: el proceso continuo y dinámico, en el que se busca el bienestar de los seres vivos en espacios colectivamente adecuados, considerando que, ni en bienestar ni la salud son permanentes ni se alcanzan de forma completa.
Definir la salud como bienestar conlleva el deseo de una vida buena para todos los que conformamos el ambiente. Para lograrlo es necesario establecer un criterio de bienestar común entre los seres vivos humanos y no humanos. Que en mi entendido tendría que ser lo necesario para la subsistencia y la vida saludable de cualquier ser vivo. Satisfacer tales requisitos para buscar el bienestar colectivo puede ser problemático cuando se obstaculizan condiciones en la existencia de unos para la supervivencia de otros, en esos casos hay que elegir y negociar. El colectivo tomará las decisiones necesarias para hacer duradera y saludable la vida común.
Puede parecer complicado pensar en cómo aplicar esta definición de bienestar y de salud ambiental, además, ¿quién es el colectivo?, ¿quiénes se reúnen?, ¿quiénes se sientan a negociar?. Cuando construí esta definición pensé en espacios de participación pública, foros híbridos, asambleas comunitarias, tribunales de defensa de la tierra. Pero las negociaciones y las elecciones no se dan únicamente en esos espacios, también están en nuestras prácticas cotidianas de cuidado y procuración de la vida.
Quienes conocen el proyecto Kolijke saben que tales prácticas son su estructura y camino, en la reserva y fuera de ella. Desde el proyecto social es muy claro que entre la A.C. y la comunidad de Ocomantla las prácticas de cuidado y procuración de la vida se negocian, fortalecen y transforman todo el tiempo. Fue una elección común no dejar que algunos insectos siguieran llegando a alimentarse y en su alimento acabar con los frutales y otras cosechas, —seguro se fueron a comer de otros árboles y arbustos en la selva.
También lo fue volver de uso colectivo una casa, a la cual se le generaron las condiciones para el crecimiento y la morada no de personas sino de hongos setas que serían cultivados por el colectivo. Las paredes se recubrieron con cal, el piso se llenó de humedad y con la resolana se atemperó, la paja donde crecería el hongo se coció con prácticas de higiene para que no se contaminara y ninguna otra especie pudiera nacer ahí. Todas las visitas de chequeo y nivelación de temperatura pasaron por ciertos cuidados de asepsia.
De igual forma se eligió colectivamente un espacio adecuado para aterrizar y erigir el centro comunitario donde ahora se albergan semillas y alimentos de la región. En este centro la negociación es fundamental para lograr la permanencia y continuidad del espacio y el flujo de productos que generan, en algunos de ellos podemos ver mediante prácticas culinarias, que los dulces y conservas son una forma de cuidado doméstico que hacen durar más los alimentos, lo que evita el desecho de energía, agua, trabajo y tiempo.
Tales proyectos colectivos contribuyen al bienestar de las personas de la comunidad, del campo y sus frutos. La negociación es clara en prácticas donde participan un montón de personas, quizá no lo es tanto en las que son a pequeña escala, a veces entre un humano y otro, o un humano y muchos no humanos, sin embargo, ellas no dejan de llevar consigo el cuidado de la vida.
En Ocomantla, a muchas personas ha curado el conocimiento, el don y las manos de Petra, la vida de las plantas de su casa o cerca de ella. Varias escolopendras han entregado su veneno en licor y después de muertas han salvado la vida de quienes fueron picados por nauyacas. Hay negociación en don Jorge cortando forraje para alimentar a su burro, cediendo un espacio para compartir la vida con él. También la hay cuando cualquiera enferma y alguien decide cuidarlo. Cuando a la parte del cerro se le hace una terraza para contener la tierra y evitar que con la lluvia el cerro se deslave. La hay en los objetivos que no se tiran y reutilizan, por ejemplo, las lavadoras descompuestas que se llenan de agua y cubren para que pueda mantenerse fresca y limpia para el consumo, o los metates desgastados y las llantas que en el solar se dejan con agua para que los animales puedan beber. Hay elección en lavarnos con jabón los virus o microbios que traemos en las manos.
Negociamos y hacemos elecciones sobre la vida todos los días. Tenemos gestos de procuración y cuidado, así como de daño y destrucción; en todos ellos quizá no reparamos tanto, pero podemos empezar a hacerlo. Considero que la vía más idónea para comenzar procurar ambientes de vida sanos, es observar la complejidad de los espacios que habitamos, de las vidas que se asocian y se afectan entre ellas. No es necesario que respirar duela para recordar que somos frágiles y finitos.