El altar maya, alimentos entre la tierra y el cielo

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La comida desde siempre me fascina. Es la síntesis, y a la vez la metáfora, de un modo de ser, vivir y devenir de una comunidad en el tiempo y el espacio. La comida, al identificar un repertorio de saberes, representaciones y prácticas que tienen una fuerte caracterización local, constituye uno de los principales vehículos a través de los cuales aprendemos y comunicamos la identidad.    

Desde el inicio de nuestras vidas, a través de la producción, preparación y consumo de los alimentos, recibimos las nociones sobre cómo modelar todos nuestros sentidos, sobre cómo describir nuestras percepciones; aprendemos a juntar sensaciones y conceptos, a utilizar esa dicotomía semántica bueno / malo que se convertirá en una de las principales generadoras de conexiones simbólicas.  

Y, siempre en el transcurso de estas experiencias, aprendemos qué y cómo comer, es decir, con la comida introyectamos la etiqueta, las reglas sociales del contexto, los ideales de convivencia y sociabilidad, la distribución de bienes y cargos en relación con el poder, el género y las generaciones.  

En una visita de campo con Cooperación Comunitaria, fuimos a tres comunidades tseltales del Municipio de Chilón en Chiapas, Nahilté, Bahtzel y Kaquemteel. Llegando, tomamos asiento alrededor de un altar hecho de alimentos, plantas, semillas, bebidas y velas dispuestos a formar un círculo en el piso. No siempre les es posible armar un altar, lo hacen en casos de ceremonias y ocasiones especiales. Esto nos habla de la gran importancia que atribuyen a nuestra visita.  

Observo a la nantik principal, la mujer más anciana presente, la cual prende el copal en la copalera y rodea dos veces al altar en sentido de contrarreloj, soplando el humo en dirección del mismo. Luego, procede también con la bendición de los presentes.  

Pablo es un miembro muy activo del grupo Jcananotic (somos cuidadores), que busca difundir la agroecología en la zona. Nos explica que la vela roja representa al Sol. Pero lo que le da sentido a la vida es también la obscuridad, que es la vela negra. La vela blanca representa el Norte, donde están los guardianes del viento y de las lluvias. El color amarillo de la cuarta vela representa la madurez, que también es sabiduría. Y luego se enciende la vela azul, el corazón del cielo, que también representa al hombre y la verde, que representa el corazón de la tierra, pero también a la mujer. Cada vela es prendida por una persona distinta.  

En seguida noto la redundancia de los opuestos (sol/obscuridad y frío/calor y masculino/femenino) y el inmenso poder evocativo del maíz, elemento capaz de encarnar todos los colores y, por lo tanto, todos los sentidos.  

Me pareció evidente que en la tradición local no existe la separación ritual entre quien oficia el rito y quienes los presencian, y que la “rectangularidad” de la iglesia católica, a su vez derivada de la planta de los edificios políticos romanos, poco se adapta a un culto básicamente circular. Me imaginé a los misioneros de antaño tratando de deshacer el círculo, e imponer la frontalidad.  

La oración es empezada por el “tantik principal”, el miembro más anciano presente. No existe un texto único para la oración, todas las personas se arrodillan y agradecen de manera distinta lo que está ocurriendo, la comida que se tiene, la salud y otras coyunturas del momento. Al terminar la oración, todos se reclinan hasta besar 3 veces a la tierra. Todo me hace pensar otra vez en el poder simbólico de los alimentos, por los cuales y con los cuales hay que agradecer.  

Juan, un miembro de los Jcananotic, en una conversación nos dice: “todo lo que se cosecha aquí es materia prima”. El altar está hecho de materia prima. En las 3 comunidades noté que las mujeres se surtían todo el día de la comida del altar para usarla en cocina, para la preparación de los platillos que nos iban sirviendo. Al final de cada rito la comida del altar se reparte entre los participantes. Este detalle me hizo reflexionar mucho acerca de lo tangible y real que es venerar lo que se come, a diferencia de la religión católica, en la cual se come lo que se venera, el cuerpo de Cristo.  

La alimentación es una de las esferas de la vida social comunitaria donde es más evidente la repartición de roles entre hombre y mujeres. Solo y únicamente las mujeres cocinan, sirven la comida y limpian trastes. Los hombres, a partir de muy jóvenes, comen primero y las mujeres y niñas después.  

Durante el desayuno en Bahtzel, una mujer mayor nos invitó a probar una tortilla de “maíz nuevo”. Conecté de inmediato con ella, porque moría de la curiosidad de hablar con una mujer tseltal.  Noté que hablaba un poco de español y que estaba muy dispuesta al dialogo conmigo. Tal vez ella tenía las mimas ganas de contar que yo de escuchar.  

Sentadas una a lado de la otra, empezamos hablando de tortillas, de los tipos de maíz y sus nombres en tseltal, los cuales, admito, no conseguí ni pronunciar correctamente. Esto ayudó a que se sintiera más motivada. Con la ayuda de su nieta, que intervenía con traducciones cuando las dos quedábamos trabadas, hablamos de la milpa, de su parcela, de las gallinas que se comen en las fiestas… 

Juana me explica que hay diferentes tipos de maíz y todo el mundo sabe distinguirlos, sabe cómo crecen y cuando cosecharlos. Me explica que cuando las mazorcas están listas, se saca la cascara de la tierra, se limpian quitando las partes que no se comen y se lavan con jabón. Luego se cose el maíz y se pone en la cal, que se produce de las cenizas del fuego. Finalmente se muele, en el molino grande de la comunidad o en uno de mano, más pequeño, de uso doméstico.  Con la harina recabada se trabaja la masa para las tortillas comunes. Existe también otra receta, que es la tortilla de maíz nuevo, más húmeda, tierna y sabrosa. Se recaba de las mazorcas recién cosechadas, dejándolas hervir en agua. 

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Derivado del maíz me explica que se hace el pozol, el cual se realiza con masa de maíz cocida y fermentada en agua. Tiene un sabor a maíz con notas acidas. Me cuenta que para los paladares que no están acostumbrados lo sirven con miel o azúcar, pero que ellos lo toman así nomás. Los granos de maíz se quedan en el fondo de la taza y son ricos de comer una vez terminada la parte liquida. Se toma al mediodía, y acompaña el receso de los trabajos.  

Otro producto que me dio a probar es el Ch’um il waj, una síntesis ejemplificativa de la milpa, es la tortilla de maíz con calabaza, rellena de frijol: es un platillo muy preciado porque se realiza con maíz nuevo, o sea muy fresco. Se puede apreciar la frescura de la masa, siendo más húmeda con respeto a la tortilla tradicional y más dulce.  

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Sin embargo, uno de los descubrimientos para mi más interesantes es el chapay. Entiendo, por lo que me cuenta Juana que se trata del fruto de una palma. Nunca he visto ni probado nada parecido. Juana lo agarra del altar y se ríe cuando se da cuenta que para mí es un objeto totalmente extraño. Entiendo que en la zona debe ser muy común. Al día siguiente nos da la sorpresa de cocinarlo. La parte que se come es la flor: se trata de una flor carnosa, que hervida y sancochada me sabe o me recuerda un sabor leve a alcachofa. Me explica que se deja hervir unos minutos con cascara y luego se saca la flor, se deshebra y se sancocha en aceite dos o tres minutos. Es deliciosa, me acabo el plato con ganas. Se come entre abril y mayo, ella lo asocia especialmente con la primavera y la cuaresma.  

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Juana me enseña una planta del altar que me trae recuerdos de castañas, porque son bolitas con espinas verdes. Le pregunto de que se trata y me explica que en tseltal es ojosh. Rompe con sus manos la cáscara y salen unos granitos de rojo intenso. Estas semillas se usan para colorar y para darle sabor al caldo de pollo, o se revuelven con el arroz.  Me tardo bastante antes de entender que se trata de axiote, ya que nunca lo había visto, así como se da el fruto.  .

Atrae mi ateción un tuberculo interesante. Es una planta muy común si bien poco conocida fuera de Chiapas. Se trata de un tubérculo conocido como malanga, muy parecido a una patata lila, con un sabor más nudoso, entre yuca y camote con notas de frutos secos. Se hace una deliciosa purea que se acompaña a la Ch’um il waj 

Juana me enseñó alimento por alimento cada cosa que llevaba el altar, plátanos machos y manzanitos, frijoles negros, morados, blancos gigantes, caña de azúcar, miel, papas, yuca, calabaza, huevos, camotes, café, cacahuates, limones y hasta una coca cola (señal indiscutible que la identidad evoluciona y que las culturas son permeables y cambiantes). Solo la llegada de la hora de la oración final del día pudo interrumpir nuestro paseo organoléptico dentro del altar.  

Mi experiencia con el altar maya me dejó impresionada por el espesor del tejido simbólico hilado alrededor de los alimentos, por cómo la materia prima se convierte en vehículo de reproducción social y cultural de los grupos humanos.  

Este acercamiento a la realidad nos proporciona la medida del daño que la agricultura industrial, el comercio internacional de comida, la trasformación industrial de los alimentos y la posibilidad de patentar todo lo existente con fines lucrativos, están causando sobre los sistemas alimentarios locales y los sistemas de conocimientos, valores y rituales asociados. Sus alimentos y tradiciones pueden ayudar a extender y diversificar las dietas y volver más sustentable la agricultura, ya que, en la actualidad, el planeta depende en gran medida de un pequeño conjunto de cultivos básicos.  

El día mundial de la gastronomía sostenible nos invita a celebrar a los sistemas agroalimentarios basados en los conocimientos locales, en el respeto de los ciclos de la naturaleza, donde a la extracción y explotación se sustituye la reciprocidad. La transmisión del sistema de saberes ligado a la cultura alimentaria local, y su interacción con el ecosistema, se convierten en elementos clave para una ciudadanía activa, vital y responsable.  

Por ello, es fundamental preservar y cuidar la cultura alimentaria en su integralidad, como conjunto de alimentos, técnicas, saberes, roles y relación con el entorno natural.  

Conservar esta diversidad biocultural, no es un capricho académico, es una cuestión de supervivencia del planeta.